† Mons. Oscar Ojea Obispo de San Isidro Presidente Conferencia Episcopal Argentina
Todos tenemos en la vida fotos del alma. Momentos mágicos y especiales que cuidamos y
atesoramos en el corazón. En muchos de ellos están nuestros amigos: un rato sin tiempo
mirando al fuego, alguna tarde compartida con unos mates, alguna charla en la que nos hemos
sentido entendidos, aceptados y valorados como somos. Algo parecido a esto habrán sentido los
discípulos cuando se encontraron con Jesús por primera vez. ¿Qué les habrá dicho su mirada
para que lo dejaran todo y los siguieran? ¿Qué resorte del corazón habrá tocado en ellos para
que les cambie la vida tan a fondo? Él les ofreció su intimidad. Gratuitamente. Sin condenas ni
peros. Experimentaron un amor incondicional. Es como si les hubiera dicho a cada uno “te
quiero como sos, no como pienso que deberías ser, sino como sos”. Entonces se sintieron
contenidos y -al mismo tiempo- comenzaron a formar parte de un mundo nuevo y maravilloso.
Nosotros hemos participado de este encuentro convocados y atraídos por Él. Con Él
renovaremos la historia. Hemos venido muy necesitados de estos espacios de honda intimidad
en nuestro corazón. ¿Cómo es la intimidad de Jesús? San Pablo nos dice que su amor es ancho,
profundo y alto. Nos dice en la carta a los Efesios: “Así podrán comprender cuál es la anchura,
la altura y la profundidad del amor de Cristo” Ef 3, 18. Es un amor en tres dimensiones, como
la Trinidad: es alto como el Padre que está en el cielo; profundo como el Hijo que descendió al
fondo de la historia de cada corazón y ancho como el Espíritu que lo penetra todo con su
libertad y que busca ocupar todos los lugares.
El amor de Jesús es ancho. Todos cabemos en él. Él no excluye a nadie. Tenemos que dejar que
el Espíritu haga cada día más grande nuestro corazón para poder cobijar en Él a muchos, no
sólo a los de nuestro grupo más cercano. Para esto necesitamos vivir la primera palabra que nos
dejó el Papa Francisco en su mensaje ayer a la noche: presencia. Aprender a escuchar y a
detener la mirada en cada hermano. Tenemos la tentación de refugiarnos sólo en el celular y
pensamos que con los whatsapp y con la imagen nos comunicamos suficientemente, no es así. A
veces la imagen solo sirve para que nos escapemos de la realidad. Nada reemplaza nuestra
presencia, el trabajo cuerpo a cuerpo es imprescindible para comunicarnos según el lenguaje del
Evangelio.
El amor de Jesús es profundo. ¿Hasta dónde llega? No hay rincón de nuestra persona en donde
Él no se haya sumergido por amor. Sin rechazar nada, aún aquello que a nosotros nos da
vergüenza, Él toma en sus manos toda tristeza nuestra y la cura con el amor de su corazón. Para
ser consecuentes con este amor sin límites debemos vivir la segunda palabra que nos ha dejado
el Papa: comunión. Esto se logra encontrándonos con nuestras raíces. Somos parte de un
pueblo y tenemos que desarrollar el gusto espiritual de pertenecer a él. Ir a las raíces para vivir
la comunión significa entrar en contacto interior con quienes nos dejaron, con trabajo y sudor,
esta patria como herencia. Hoy hablamos poco de patria porque respiramos una cultura
tremendamente individualista: tengo que preocuparme sólo de mí y el resto que se arregle.
Es la cultura del “sálvese quien pueda”, egoísta y mezquina. La patria está mucho más allá de
ser sólo un conjunto de individuos que se avienen a cumplir leyes comunes. Ella es madre, nos
ha recibido en nuestra casa común y nos exige el desafío de transformarla para hacerla más
equitativa, más fraterna y más cristiana. Una patria que viva la hospitalidad esencial de la
persona humana que es recibir con los brazos abiertos a todos los que están invitados al
banquete de la vida y prepararles una casa digna de ser habitada. Por eso expresamos que
VALE TODA VIDA
La tercera característica del amor de Jesús es la altura. Dios está saliendo continuamente de sí
mismo y no se guarda nada. Él nos invita continuamente a crecer, a volar alto, a imitarlo en su
entrega y aquí, la tercera palabra que nos deja Francisco: la misión. Como dice en la Alegría del
Evangelio: “La misión no es una parte de mi vida o un adorno que me puedo quitar; no es un
apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mí ser sino
quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra y para eso estoy en el mundo.” EG 273.
Qué bueno ayudarnos a que cada uno descubra la misión singular que ha venido a traer a
nuestra historia y que sólo Él puede dar, y qué tarea maravillosa la de crear las condiciones para
que tantos hermanos nuestros, que se ven impedidos de desarrollar sus talentos, puedan aportar
a la Iglesia y a la Patria la singularidad de sus dones.
Pidamos al Señor -al concluir este Encuentro- estar muy presentes a nuestros hermanos
resistiendo la tentación de evadirnos y de mirar para otro lado cuando la realidad nos duela y
nos interpele, poniendo el cuerpo a lo que se presente. Pidámosle también echar raíces en la
intimidad de Jesús y de nuestro pueblo, viviendo en profunda comunión con los hermanos,
haciendo frente a una cultura que no favorece la comunión, sino al aislamiento y al soledad.
Finalmente pedimos el coraje de salir de nosotros mismos para asumir la misión que Él nos ha
señalado en la Iglesia y sin la cual nuestra vida no tendría razón de ser.
Se lo pedimos por medio de María que supo transformar una cueva de animales en la casa de
Jesús con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Que nosotros podamos ser como Ella,
transformadores de la realidad y así renovar la historia.
† Mons. Oscar Ojea
Obispo de San Isidro
Presidente Conferencia Episcopal Argentina
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